No nos cansaremos de lanzar la alarma. La contaminación sigue matando, de manera anónima y silenciosa. Es difícil detectarla, porque se insinúa, se anida en el cuerpo y te va matando poco a poco. Se confunde con las otras enfermedades directamente relacionadas con el aire sucio y los compuestos químicos, que apestan nuestras ciudades.
Hace poco Greenpeace volvió a poner el grito en el cielo. 16.000 personas mueren cada año, por causas directamente relacionadas con la contaminación atmosféricas. València encabeza, triste y desesperadamente, la clasificación de las ciudades españolas más contaminadas. Esas malditas micro-partículas (las llamadas PM10 y PM2,5), el ozono en superficie, los nitratos de hidrógenos: todos producidos por la combustión de los motores de los vehículos. Que afean y apestan nuestra ciudad, que se degrada, alejándose de cualquier atisbo y esperanza de un futuro de sostenibilidad.
Esta imagen, demasiado familiar, representa el fracaso fraudulento y engañoso de un modo de concebir el crecimiento económico. Una València que apesta y ensordece, que nos llena los pulmones de mierda. Que poco a poco hace mella, trasformandose en cánceres, leucemias y cuantas enfermedades mortales provocan esos amasijos de hierro.
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